Era principios de 1970 y el “Flaco” Morales iba caminando por la Avenida Argentina. Dobló por la Iglesia de los Doce Apóstoles hacia la calle Juana Ross y escuchó tocar cueca. Dio unos pasos más y vio al ciego con su acordeón en el restaurante Avenida. Se me quedó siempre grabado en la mente – dice Morales, quien tiempo después se dedicaría a lo mismo, siendo autor de un libro de cuecas y una de las guitarras más conocidas de Valparaíso.
Había llegado al Puerto desde Santiago en 1968 y con 20 años, pero una pelea con un compadre lo mandó a la “capacha” (cárcel). Salió el 71 y empezó a vivir de la guitarra. Aprendió de oídas; su padre sabía tocar pero nunca quiso que aprendiera, decía que conllevaba un mundo de bohemia y vicios. No estaba del todo equivocado. Luis “Flaco” Morales comenzó a tocar en los bares y restaurantes, que frecuentaban desde estibadores, marineros y caballeros, hasta señoritas de buena y mala reputación: Yo iba a la Pensión La Rosa, al Nunca se Supo, al London en calle Uruguay, frente a ese al Comercial, y un poco más allá, en un segundo piso, al Sin Nombre, y en el pasaje Quillota iba al Roma y al Fausto.
Todos los que trabajábamos en la calle, digo de restaurante en restaurante, llegábamos a esos lugares.
Gilberto “Mascareño” Espinoza era más tranquilo. Había vivido el apogeo de la cueca en las quintas de recreo de San Roque, su lugar de nacimiento, y siempre las prefirió a los bares. Desde los 15 años que tocaba la guitarra; desde los 8 que cantaba. Cuando Morales llegó al Puerto, ya tenía 47 años; trabajaba en el Avenida de calle Juana Ross, el mismo lugar del ciego. Hasta ahí llegó el Flaco a pedirle la guitarra prestada. Por eso tiene una cueca que dice: “Me enseñaron re mucho estos jaibuchos”; éramos yo y el Elías Zamora los que le enseñaron- dice Mascareño.

Tanto Gilberto “Mascareño” Espinoza como Luis “Flaco” Morales son habituales de la casa del tío Benito Núñez, otro cuequero de la zona, que recibe a sus amigos para los cumpleaños, santos o para comerse un asado. La vivienda queda en el Cerro San Juan de Dios y su patio es particularmente fresco: con mucha vegetación, un sauce y una caída natural de agua. En una ocasión a uno de los asistentes se le ocurrió gritar: ¡El avión! ¡El avión!, de la misma forma en que lo hacía el personaje televisivo Tatú en la serie La Isla de la Fantasía. Y la casa quedó bautizada como La Isla de la Fantasía, su nombre hasta el día de hoy. (Fuente: La Cueca Porteña, Montserrat Madariaga. 2010)